Presentación de Estética de la Melancolía, de Gerardo García

7 de noviembre de 2011

Así como, según lo deja asentado Gerardo en el prólogo de su libro Estética de la Melancolía, todo prefacio, ante la insuficiencia del texto, es “completamente ineludible”; así, también, ¿habrá sido ineludible este dispositivo que se ha dado en llamar presentación de un texto? El habrá sido, refiere a un futuro anterior; por ende sólo podrá verificarse a posteriori. (De todos modos, advierto, no esperen de mí que les cuente el final de la película, ni siquiera que reseñe la película, menos aún si el muchachito recibió o no los favores de la muchachita.)

Entonces, ¿por qué no dejar que un texto se presente y se defienda solo? ¿Acaso debemos percibir a este libro de Gerardo como si se tratara de una “frágil criatura”? ¿O, en realidad, la frágil criatura es cierto lector, al menos aquel lector que me interesa… y a quien hay que ayudar, incluso salvaguardar, para que no deje caer “el texto de las manos”? Y subrayo, ahora sí, metido ya en el baile de una presentación, lo de texto: es Gerardo el que en el Prólogo de esta Estética de la Melancolía habla de su necesidad de que el lector (que en tanto sujeto siempre es un lector desconocido e incógnito, agrego yo), ese lector de su libro no deje caer el texto.

Como pueden ver, ya no importa el libro; aún cuando, como en este caso, se trate de un bello y valioso objeto. Lo que importa, lo que siempre habrá de importarnos es el texto. Y a partir de dicha certeza, ni un prólogo, mucho menos una presentación, deberían platearse llenar “ese vacío” propio de la Cosa. No buscar llenar ese vacío hace de la lectura una lectura hereje, porque ser hereje con un texto ante nuestros ojos es poder sacarlo del ámbito de lo sagrado. Con esto que digo sólo trato de aplicarme a lo que escribe Gerardo: “el psicoanálisis y el arte, una fraternidad en el decir (…) constituyen dos formas diferentes de tratamiento de la Cosa más allá de los sagrado”. Entonces, esta presentación, antes que preservar el texto, y también antes que su grosera contracara, la de manosear el texto, se propone manipular al lector: ser hereje de herejía absoluta frente a aquel que se erige lector del texto de Gerardo, de su prólogo y de esta presentación… como lector de textos intocables.

Planteadas las cosas de esta manera, la otra pregunta que surge no bien se avanza en la lectura, mi lectura, de Estética de la Melancolía, pregunta propia del arte, propia de la literatura, propia de un análisis es: ¿“qué es aquello que se transmite”? Gerardo se sirve heréticamente de Franz Kafka, de Claudio Magris, de Baltazar Gracián, de Rainer Maria Rilke, de Samuel Beckett, de Jorge Luis Borges, de Ovidio, de Maurice Blanchot, y de varios otros para intentar responder esta pregunta, seguramente a sabiendas de que es una pregunta imposible, una pregunta que sólo en un análisis no cesará de efectuarse como tal. En esta línea, “¿Cómo decir? ¿Cómo decir?” es la pregunta beckettiana que Gerardo hace suya.

Lo cierto es que uno de los modos de transmisión es la enumeración, pero ya estamos advertidos de que la serie matemática no basta; es necesario el artificio. En su caso, desde el prólogo mismo Gerardo recurre al artificio escritural remitiéndonos a un relato del triestino Claudio Magris en su libro El infinito viajar:

En él [Magris] nos cuenta con amenidad, con delicadeza, que se ha distraído contemplando a una pareja de visitantes del [monasterio gótico de Pedralbes, en Barcelona, que acoge una sección de la colección del] Thyssen-Bornemisza. Se trata de un padre y un hijo.

El primero es un señor mayor, de poca estatura y aire tranquilo que lleva de la mano al segundo, afectado de Síndrome de Down.

Van deteniéndose, nos dice Magris, delante de cada cuadro y el padre le explica al hijo: la Virgen de la humildad de Fra Angélico, tema preferido de las órdenes mendicantes, la sombra de la que emerge el Retrato de Antonio Anselmo de Tiziano, el canario que se evade de la jaula en el Retrato de una dama de Pietro Longhi.

Después Gerardo sigue con la referencia y cita del relato de Magris, hasta llegar a su Velázquez; pero mi lectura se detiene antes, porque antes que en la enumeración de las pinturas me dejo entrampar por el estilo, por la manera en que las palabras se entretejen: aquello de la sombra de la que emerge, esto de el canario que se evade de la jaula… son, y Magris lo sabe bien, puro artificio para ir preparando al lector ante la casi inmediata aparición de otra expresión, esa en la que el triestino se refiere al hijo de la escena como niño marchito. Gerardo no cita esta última expresión de Magris, no se detiene como yo en esa sutil manera, en ese sencillo modo de intentar transmitir eso tan enigmático que es el amor de un padre hacia un hijo orientalizado por una trisomía. Pero que ese otro lector que es Gerardo no se detenga allí, no evita reconocer en él a alguien que descubrió el artificio, y que no teme intentar hacer uso de lo escritural para decir lo indecible; y así, en su libro, Gerardo no se entrampa en una enumeración, al menos no de nombres, no de fechas, no de datos biográficos. Antes bien, su Estética de la Melancolía simula y sugiere al mismo tiempo una aglomeración de lecturas. Y dicha muchedumbre de lecturas no deja de mantener cierto phylum con el barroco, promoviendo pero también exigiendo una sutil lectura de los detalles.

Poco más voy a decir de este bello libro. Sólo puntuaré algún guiño que he creído encontrar, aquí o allá, a lo largo del texto. Por ejemplo, el que se sumerja en estas páginas se encontrará con Kafka. Y debo confesar que me produjo alegría volver a encontrarme con su relato Preocupaciones de un padre de familia (cuyo título, Borges supo traducir en sus años jóvenes como El pesar del padre de familia[1]), y con aquel curioso objeto con aires de sujeto, como me gusta definir al Odradek kafkiano. Gerardo dice algo obvio, pero que de tan obvio no se descubre en una primera lectura del relato de Kafka: “El Odradek es indestructible”. Y agrega que dicho objeto, para ese padre del relato, preocupa no porque sea bueno o sea malo, no por una virtud o inmoralidad alguna, sino porque atravesará las generaciones venideras, de la mano de la palabra… no importa que esa palabra no signifique nada: Odradek. Así, con este relato, con este objeto Odradek, Gerardo ilustra su ingreso a Velázquez. Es decir, ¿con un retazo de literatura se ilustra a un pintor? Odradek, siempre en la frontera entre lo visible y lo invisible, como una forma que nos mira, ilustrando la obra de un pintor. Esto sin duda es un acierto, o un buen tino que, me animo a suponer, tiene que ver con su métier de analista; porque en un análisis no hay reglas, salvo la de la asociación libre que, de tan libre, aparece y desaparece como l'Un-bévue.

Kafka da a entender que el Odradek es similar a un carretel de hilo. Hay otro objeto que es usado para repetir una vivencia penosa (en este caso, la ausencia de la madre), y la mayoría de las veces, el que lo aclara es Sigmund Freud, sólo se repite ese irse, no necesariamente la vuelta (ya que no siempre es el carretel con el hilo, un objeto que puede ir y venir, lo que sirve al juego). Ahora bien, no hay ningún dato sobre si Freud leyó este pequeño escrito de Kafka antes de escribir su Más allá del principio del placer, el que fue publicado un año después del relato kafkiano; aunque James Strachey sostiene que Freud “ya había comenzado a trabajar en el primer borrador de Más allá del principio del placer en marzo de 1919, y en el siguiente mes de mayo comunicó que lo había concluido.”[2] Hay también una carta fechada el 18 de julio de 1920, en la que Freud le comunica a Eitingon: “El Más allá está terminado. Usted podrá confirmar que ya estaba a medio hacer cuando Sophie vivía y florecía.”[3]

La cercanía y/o coincidencia de las fechas no deja de cargar toda esta cuestión del odradek con cierto efecto ominoso. Es interesante también lo que inmediatamente agrega Strachey: “En esa misma fecha terminaba su artículo sobre ‘Lo ominoso’, en uno de cuyos párrafos se asienta en unas pocas frases gran parte del núcleo de la presente obra. Alude Freud en ese párrafo a la ‘compulsión de repetición’ como fenómeno manifiesto en la conducta de los niños y en el tratamiento psicoanalítico (…).”[4]

Otra coincidencia, igualmente siniestra, es que el cuento de Kafka fue escrito entre mayo y junio de 1917, y es en septiembre de ese mismo año que al escritor se le diagnostica su tuberculosis pulmonar. A Kafka no se le escapa que la literatura puede adelantarse; pero no relaciona esa frase suya, allí donde escribe sobre una “risa de alguien que no tiene pulmones” con su TBC; sino con otro cuento, Un médico rural, que decide publicar en el mismo volumen donde se incluye el relato sobre el Odradek.

En realidad Kafka y su Odradek, el objeto en cuestión, es un sutil rodeo del goce (quizás la única manera posible de abordarlo). Escribe Gerardo:

(…) agravaremos las nociones de felicidad e indestructibilidad que menciona Kafka con el concepto de goce que habitando el cuerpo conduce a la repetición.

Ese goce sondeado largamente en la historia del arte, particularmente en lo que suele llamarse Barroco fue, sin embargo, adormecido por los moralistas, avivado y anestesiado alternativamente por la religión, usufructuado por el poder, encontrando refugio, finalmente, en el sutil tratamiento que de él realizara Velázquez.

Cuando leí este párrafo de Gerardo no pude dejar de recordar a un autor que me gusta frecuentar. Hablo de Winfried Georg Sebald, que en su Campo Santo escribió:

En la obsesión de tratar de encontrar la razón de la animación de la vida, un mundo de imágenes se divide en sus partes anatómicas. De esa índole son las operaciones del lenguaje que tienen éxito. Su gramática puede comprenderse como un sistema mecánico que graba paulatinamente en la piel de la víctima de la tortura, lo que resulta de la combinación de aparato y organismo, los conceptos decisivos. Kafka describió las instalaciones necesarias para ese fin en su relato En la colonia penitenciaria, y Nietzsche, cuando en La genealogía de la moral habla de la nemotecnia, estima que nada hay más siniestro en la prehistoria del hombre que la conexión en el arte entre dolor y recuerdo para construir una memoria. Sin embargo, la sustancia vital que se quita al individuo en el largo proceso de su educación, para convertirlo en un ser humano articulado y moral, cubre la máquina lingüística, hasta que sus partes, en definitiva, se hacen de función intercambiable. (…) así pues, el hombre es un ser estinfálico de tornillos y muelles metálicos, que estampa modelos corrientes en el metal de la comunicación, y el lenguaje, un aparato descontrolado que comienza a llevar su propia vida siniestra.[5]

Y luego Gerardo parece colindar con Sebald, cuando señala que “el uso del lenguaje no quiere decir que nosotros lo empleemos, en rigor, nosotros somos sus empleados.” Basta pensar en Caspar Hauser o en la criatura fabricada por Victor Frankestein, agrego yo.

Hay en este texto escrito por Gerardo una cartografía de nombres propios que iluminan y embaucan al mismo tiempo, un mapa que ubica y pierde, que aclara y espejea espejismos. De golpe, luego de creer ver nuestra imagen en el espejo del texto, nos topamos con el acierto de un guiño que rompe el espejismo y permite que sigamos con nuestra propia lectura, no necesariamente la lectura del autor del texto que tenemos ante nuestros ojos. Claro que esto no depende de nosotros sino de la Cosa misma. Entonces la mirada deja de ser partícipe del espejo de nuestro narcisismo, y se vuelve carne, mirada carne, lectura carne, brillo y mancha al mismo tiempo. Es decir, un intento, siempre fallido, de una verdad. Y precisamente, Gerardo citando a un estudioso de Velázquez, resalta aquello de que Las Meninas “es verdad, no Pintura”.

Luego de esto último, me arriesgo y pregunto: ¿Se lee una pintura como se lee un texto? No importa la respuesta posible o imposible, sino el párrafo siguiente que resalto del texto que esta noche nos ocupa. Inmediatamente después de transcribir las opiniones del pintor sobre su obra, Gerardo termina el capítulo con el siguiente párrafo:

Momento intimísimo y singular que debemos transformar en impersonal, hora extrema donde los gestos son solo nuestros y damos licencia a todo lo que ocurre a nuestro alrededor.

Pero, ¿acaso no es esto lo que nos sucede cuando leemos? Por guiños como este es que esta Estética de la Melancolía me exige recordar un pequeño texto del catalán Enrique Vila-Matas:

A veces pienso que todos ellos (tropismos, odradeks y los verdaderos nombres de las cosas y de las palabras) fundaron el territorio de los libros fantasmas, de los libros que pudieron ser y nunca han sido, esos libros que la imaginación del autor ha ido proyectando mientras escribía su novela, pero que, a cada momento, cuando se disponía a escribir la línea siguiente, cambiaba por otra idea de novela. Son libros que se han perdido dentro del proyecto final del libro que se publica. Son libros que no están al alcance de ningún crítico, pues son invisibles; han participado intensamente en la elaboración de la estructura y de la trama, pero no están, viven una vida en continua deriva invisible, lejos del alcance analítico de cualquier desaprensivo. Ningún crítico tiene acceso a ellos, son el dolor del crítico.

Algunos analistas de libros opinan a veces con tanta seguridad sobre alguna novela que dan a entender que ni siquiera han querido molestarse en especular con los libros invisibles que contiene esa novela publicada. Ellos sólo pueden atenerse a lo visible, a lo legible. Sin embargo, a algunos no les iría nada mal pensar que criticar un libro no es únicamente definir la relación que tienen con el texto en función de cómo lo interpretan, sino que criticarlo también puede ser definir el texto analizado en función de cómo ha sido construido. [Si me permiten pensarlo así, y si bien está bastante claro que un analisante no es un crítico, aquí Vila-Matas se vuelve un poquito lacaniano, y además francamente estructuralista; con esto quiero decir que lo que al analisante debe importarle no es interpretar hermenéuticamente el síntoma sino ir en busca del saber-hacer con el que ha sido construido]

Y es que todo escritor serio sabe que, en cada recodo del libro que está haciendo, otro libro posible aparece y es rechazado y enviado a la nada. Esos libros, sensiblemente diferentes al que acabaremos publicando, no conocen nunca el día de su escritura, no son en realidad escritos nunca, pero cuentan, están ahí, forman parte de la historia invisible de la literatura. Los críticos deberían tenerlos en cuenta, aunque la pregunta siempre es la misma: ¿cómo van a hacerlo si esos libros existen pero no están visibles, transcurren sus vidas entre los tropismos y los nombres olvidados de las palabras, en medio de una densa niebla odradek que es necesario atrapar? ¿Y qué crítico, además, estaría dispuesto a perseguir la fantasmal traza del viaje del autor a través del desierto de unas páginas que no están, pero que, sin embargo, son muy importantes porque condicionaron muchas de las historias del libro, pues no hay que olvidar que esas páginas, en un momento dado, estuvieron y se comunicaron con las otras páginas e influyeron en algunos acontecimientos de la historia narrada para poco después extraviarse como si fueran odradeks o tropismos? [6]

Es decir, advertencia final: el que lea este libro de Gerardo, texto que gira sin fin entre arte y psicoanálisis, entre Lacan y Velázquez, entre barrocos y barrocos, habrá de ser un lector de libros invisibles… o no será.

Y para terminar, me atrevo a intuir que Gerardo también ha pasado por la literatura del catalán Enrique Vila-Matas, y después de allí su escritura no es la misma. No ha de extrañar. Es lo que se espera de todo buen lector; y también de un buen libro: que el lector salga del texto diferente a cómo entró.

Esta Estética de la Melancolía muestra, sin tapujos, esa apuesta.

Este libro de Gerardo, antes que un libro para leer, es un libro para leerse.

Raúl Vidal



[1] Cf. Jorge Luis Borges, Textos cautivos, Tusquets Editores, Buenos Aires, 1986, p. 183.

[2] Sigmund Freud, “Más allá del principio del placer”, en Obras Completas (Vol. XVIII), Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1989, p. 3.

[3] Peter Gay, Freud –Una vida de nuestro tiempo, Paidós, Buenos Aires, 1989, p. 776.

[4] Sigmund Freud, Más allá del principio del placer…, op. cit., p. 4

[5] W. G. Sebald, Campo Santo, Anagrama, Barcelona, 2007, pp. 58 y 59.

[6] Enrique Vila-Matas, El dolor del crítico, http://www.letraslibres.com/index.php?art=10505